Hablo de los años 70 del siglo pasado. Por aquella época Cuba no era un país, ni una isla, ni siquiera un punto en un mapa. Vivíamos encerrados en una utopía, en un lugar donde el pasado y el presente habían sido sacrificados en pos del futuro. Esa circunstancia, de una manera o de otra, nos marcó para siempre.
Veinte años después, en medio de una ciudad donde había desaparecido ya todo vestigio de esperanza, por fin coincidimos. Entonces él era narrador y yo poeta, creíamos que la literatura era un oficio y la imaginación un modus vivendi. A la semana de conocernos ya nos abrazábamos con cariño. Antes del mes nos saludábamos con un beso, como hacen los hermanos cada vez que se encuentran.
En la casa de Miramar donde él vivía a finales de los 90, aún deben deambular los fantasmas que éramos por aquella época. Ángel tenía una antigua camioneta americana y yo una vieja bicicleta china. En esos vehículos nos movilizábamos por toda la ciudad para encontrarnos en un mismo punto. Nos veíamos todos los días, compartíamos lo poco y lo mucho, la abundancia y la miseria.
Me parece indispensable contarles todo esto antes de hablarles de los libros de Ángel, no me es posible referirme al escritor sin descubrir antes al individuo que en él se esconde. Me asiste una excusa: quiero más al segundo que al primero. El Ángel individuo es mi mejor amigo. El Ángel escritor, en cambio, es un ser huraño, cínico, temerario…
Me gustaría decirles que aún vivimos dentro de la misma ciudad. Me encantaría asegurarles que no dejamos de reunirnos, como cantara Silvio, entre licores y damas. Mas, me pesa admitirlo, de eso quién se acuerda. Hace ocho años recorrimos juntos por última vez la Autopista Nacional. Ángel me llevó en su antigua camioneta a despedirme del Paradero de Camarones.
En los más de 500 kilómetros que hay en el trayecto de ida y vuelta a mi pueblo hicimos una infinidad de planes para tratar de reencontrarnos, pero la mayoría de ellos fueron infructuosos. No se nos dio nada de lo que nos imaginamos, ni siquiera las cosas más sencillas y menos pretenciosas fueron posibles.
En casi una década sólo hemos podido vernos dos veces y las dos aquí. Decir lo que pienso y hacer lo que digo, me costó que me tiraran las puertas de mi patria en la cara. Desde entonces, la única manera de volver que tengo es ir al aeropuerto a recibir a mis amigos. Hace una semana, desde que Ángel está aquí, yo estoy allá, pero a diferencia de los desencuentros que tuvimos en nuestra infancia, seguimos estando juntos.
Volvamos a los años 70 del siglo pasado. Pero hablemos de una distancia mucho mayor que los 5 kilómetros que separaban a la infancia de Ángel de la mía. Ahora tendremos que cruzar el océano Atlántico. Desembarquemos en un país al que Cesaria Évora le dedica con alegría una de las canciones más tristes que he oído en mi vida. Angola, en 1975, al menos para los cubanos, no era un país, sino el lugar a donde iban a morir nuestros jóvenes.
Mucho tiempo después nos enteramos de que en ese año estuvimos a punto de volver a ser normales. Estados Unidos había dado claras señales de su intención de acabar con el embargo. La distensión llegó a ser tal, que era inminente un encuentro entre Carter y Fidel. Pero una sola noticia lo echó todo por tierra: tanques, aviones y tropas cubanas irrumpieron en África sin previo aviso.
"Sur: Latitud 13", el primero de los dos libros de Ángel Santiesteban que debo presentar hoy, tiene a ese campo de batalla como escenario. Eso no quiere decir que el escritor reconstruya los combates o describa los pormenores de la escalada. Todo lo contrario, Ángel cuenta lo que todos callaron, lo que nadie dijo. Este es el primer libro cubano que no describe la guerra de Angola como una epopeya sino como una tragedia.
Hace más de 40 años que los periódicos cubanos son un material inútil. Cuando se trate de reconstruir la historia de mi país en esas cuatro décadas, nada habrá que buscar en ellos. Es por eso que, ante la ficción de la prensa, hay que acudir a la realidad de la literatura.
No pocos escritores de mi país asumieron el riesgo de contar las cosas tal como fueron. La mayoría de esos ejercicios testimoniales, vistos en la distancia, no son más que eso: crónicas elementales de una realidad demasiado compleja. La obra de Ángel, en cambio, logró superar esos escollos, legitimada por sus valores literarios y no por el importe de lo que cuenta.
En "Sur: Latitud 13", no hay héroes ni mártires, ninguno de sus personajes es un ícono del internacionalismo proletario ni de las luchas antiimperialistas. Son hombres de carne y hueso que tiene miedos, dolores, resentimientos, miserias, desencantos, amores y dolores como cualquier hombre de carne y hueso.
A la primera edición de este libro le falta un cuento, fue censurada por la misma institución que lo premió. Ese fue el precio que su autor tuvo que pagar y Ángel, ese hombre noble, nobilísimo que es mi mejor amigo, convenció al escritor huraño, cínico y temerario que también es de que hiciera una concesión.
En la edición que ustedes pueden adquirir hoy, el cuento censurado fue restituido. Ese hecho se debe a que su edición fue gestionada por el propio autor. La tirada se hizo en una editorial que él mismo se vio obligado a inventar. Aunque se trata de una resurrección, nadie, ni siquiera los personajes, recobra la vida. Simplemente se pone la pieza que faltaba, lo que había sido amputado.
Insisto en advertirle algo. Según la prensa oficial cubana y algunos textos laudatorios y empobrecidos por la complicidad, la guerra de Angola fue una gesta internacionalista en contra del imperialismo. Según "Sur: Latitud 13", en cambio, describe un campo de batalla. Una aventura donde fueron sacrificados cientos de muchachos que ni siquiera pudieron recibir la medalla y la gloria prometida.
En el segundo libro que les presentaré hoy, pueden encontrar, aún cuando no los reconozcan, a muchos personajes del primero. Dichosos los que lloran se desarrolla en un escenario mucho más reducido que las selvas africanas: en las cárceles de mi país. En algún momento de su vida, Ángel fue encarcelado y la experiencia de ese encierro es el punto de partida de esos textos.
Aquí debo advertir algo. Luego de una maniobra de la oficialidad cultural cubana (conminada por la Seguridad del Estado) a Ángel le fue negado el premio Casa de las Américas por su primer libro. Aún cuando todo el jurado había votado por él, se llegó a un acuerdo de excluirlo para que una visión tan cruda de la guerra de Angola recibiera el aval de una institución que se dedica, más que nada, a promover la Revolución entre los intelectuales del continente.
En 2006, "Dichosos los que lloran" obtuvo el Premio Casa de las Américas. Los prisioneros de Ángel lograron lo que sus soldados no pudieron: hacer que sus voces se oyeran y que tuvieran eco. Al principio les dije que entre los dos Ángel, prefiero al que es mi mejor amigo. Al otro, al escritor, a estas alturas ya puedo confesarlo, le tengo envidia.
"Con Sur: Latitud 13" y "Dichosos los que lloran", cualquiera de ustedes podrá reconstruir la verdadera historia de mi país. Es muy probable que queden defraudados. La decepción no será por la calidad de las obras, sino por el enorme contraste que hallaran entre la realidad que se cuenta en ellas con la que les han contado de mi país.
En los libros de Ángel Santiesteban nadie tararea una canción de Silvio Rodríguez. Ninguno de sus personajes dice que es un hombre feliz ni le pide perdón a los muertos de su felicidad. En los libros de Ángel Santiesteban muy pocos personajes pueden darse el lujo de ser optimistas. Se trata de cubanos que nacieron y se criaron en la misma Cuba que nosotros, se trata de seres que se quedaron a vivir la misma realidad que nosotros.
Ángel Santiesteban y yo ahora vivimos a más del 1,000 kilómetros de distancia, por muchas razones mantenemos una cercanía semejante a la que tuvimos durante nuestra infancia, sólo que ahora sí tenemos la posibilidad de reencontrarnos todos los días gracias a la creación literaria y a la imperturbable manía de decir lo que se piensa tal como se piensa.
Hace apenas unas horas, Ángel puso en mis manos el farol de ferroviario de mi abuelo Aurelio. Me lo trajo de Cuba para que tuviera conmigo algo de aquel país que compartimos. Aunque al hacerlo habló de nostalgia, sé que se refería al presente y al futuro, esas dos palabras que por primera vez podemos empezar a escribir con la certeza de que pueden ocurrir de un momento a otro.
Es la primera vez que presento a Ángel Santiesteban. Con diez años de menos habría blasfemado, impúdico o sangriento, divino o alado. Ahora, ya convertido en un señor mayor, sólo celebro la alegría de seguir teniendo la posibilidad de darle un abrazo y un beso. Todas mis ambiciones se reducen a desear que todas las mierdas que nos distancian dejen de distanciarnos de una vez y por todas.
Les dejo a ustedes la posibilidad de leerle. Sólo así conocerán de verdad a este individuo huraño, cínico y temerario que volverá a La Habana dentro de algunos días. Les dejo al escritor para que compartan con él todo lo que quieran, yo me llevo a mi amigo, porque a él si lo necesito a salvo. Lo siento, él es una de las razones por las que sigue vivo el niño que fui y el hombre que dejé en La Habana, entre licores, damas y algunas noches de las que nadie más se acuerda.