11 febrero 2011

Ciberchancleteo o la isla a ras del suelo

Ayer en la tarde, a través de un mensaje de Twitter, Maryanne Fernández me invitó a su programa de radio All We Need Is Love. Me propuso que habláramos sobre la desconexión que se ha producido, con el auge de la Web 2.0, entre los intelectuales y las sociedades. El amor propio, concluimos, les ha impedido amar una época en que nadie espera por ellos para decir lo que piensa.
En Cuba esa crisis, como todas las otras, es mucho más aguda. Los intelectuales de mi país estaban acostumbrados a tener acceso a publicaciones exclusivas donde monologaban a su antojo. Por eso no acaban de entender una revolución que ha cambiado al mundo tanto o más que la imprenta. Eso explica que Rafael Hernández, un denso académico habanero, llame “ciberchancleteo” a los diálogos constantes que producen en la blogosfera insular.
A propósito de la filtración en las redes sociales de un video, donde un agente de la Seguridad del Estado cubana explica cómo privar a sus compatriotas del libre acceso a Internet, Antonio José Ponte escribió la columna “Bostezos de teniente coronel”. Cuando fui a copiar el texto para compartirlo con mi lista de contactos (pensando en los que viven en Cuba y no pueden navegar con libertad por la red), di con un comentario que quiero reproducir también.
Desafortunadamente, el autor de estas 195 palabras no tuvo el valor de firmarlas. Pero obviamente es un intelectual o un escritor que vive dentro de Cuba y disfruta de una conexión a Intenet (me gustaría pensar que ilegal, eso lo libraría de cargos a su conciencia). Solo pondré los acentos que faltan. Aunque detesto los párrafos largos, tan incómodos de leer en los tiempos que corren, no me siento capaz de partir este discurso:
“Estimado Ponte: Con estupor veo que corres el riesgo de perder tu talento en la peor variante del discurso político: el de comentar su actualidad efímera. Tú anunciaste una voz en libros ya esenciales (Las comidas profundas, tus cuentos, etc.) y ahora, desde tu exilio, inviertes tu tiempo con intenso capricho, en responder o disentir, en opinar y peor, en escribir sobre nuestras miserias nacionales. Tú eres un hombre inteligente. La política puede ser una pasión, pero no te va bien. Tú vienes de una tradición lateral de la escritura. De una mirada oblicua, intima, sonriente y apartada. Lo grave y lo palpable te queda mal. Modela tus demonios, hazlos cuentos o ensayos de imaginación. Tú sabes mejor que nadie que en las letras cubanas esos desvíos imprevistos se terminaron con el desagravio, o peor aún, con la ignorancia y el olvido de uno de los pueblos más ligeros y olvidadizos del planeta: el cubano. Escribe la novela o los libros de ensayos que esperaban de ti quienes te hemos leído con alegría cómplice. Deja esa pasión amarga nuestra por las intrigas cotidianas en forma de lenguaje reciente. Haz un esfuerzo, rodéate de nuevo de quienes imaginan. Un abrazo”.
Más que de una computadora, este comentario parece venir del lejano siglo XIX. El que regaña y abraza a Ponte quiere, como Rafael Hernández, que se produzcan textos de altura. Ninguno de los dos repara en que estamos hablando de una isla que se mueve a ras del suelo, incapaz ya de tomar el vuelo en ninguna dirección.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias Camilo. Llegué a este post tuyo por otro comentario (link incluido) que aparece justo arriba del comentario a que haces referencia. Acababa de leer el artículo de Ponte, cuando tropecé con el mismo sermón del anónimo (9:22 am), única referencia que dejó de su incursión el furtivo intelectual y/o escritor cubano mientras se informaba con la “prensa del enemigo”.

Rápidamente vino a mi memoria una tarde remota en el Hurón azul cuando, ron barato mediante, como era en aquellos tiempos, escuché de un escritor-funcionario (más escritor que funcionario) una lista personal de las cosas que no podía tolerar de otro escritor cubano que viviera fuera del ejido revolucionario. Encabezando la lista estaba su aversión hacia las declaraciones públicas contra el gobierno, que quedaban legitimadas por el peso mismo de la condición de intelectual y que, además, resultaban muy difíciles de refutar -desde su militancia- sin caer en el ridículo de las omisiones escandalosas.