Lo
vi en persona una sola vez. Fue en la oscuridad del club Imágenes, en el Vedado.
Corría el último año del siglo XX. Todos bebíamos ron en espera de Pedro Luis
Ferrer y su guitarra. Él no era la excepción. Estaba sentado en una mesa
delante de la nuestra, acompañado por Pachito Alonso y dos mujeres.
Aplaudió
con una sonrisa canciones y chistes, incluso el de “Ay, mamá Inés, ya ni los
blancos tomamos café”. Todos susurraban el mismo comentario, que era igualito a
Fidel. En honor a la verdad, visto desde aquella sofocante penumbra, sus
siluetas eran idénticas.
Recuerdo
que unos días después el periódico Granma
anunció que Fidel Castro Díaz-Balart había sido nombrado asesor del Ministerio
de la Industria Básica. Volvía a la luz pública después de permanecer 7 años en
una oscuridad similar a la del club Imágenes. Su propio padre había explicado
las razones del castigo: “ineficiencia en el desempeño de sus funciones”.
Hace
unos años, en República Dominicana, un ministro del gobierno de Leonel
Fernández me contó que el presidente le había encargado atender al hijo de
Fidel durante su estancia en el país. “Estaba obsesionado con conocer Casa de Campo
y Punta Cana —me dijo—. Leonel autorizó que lo lleváramos en un helicóptero. Parecía
un niño fascinado con los campos de golf y los hoteles”.
Hoy
el Granma le informa al pueblo de
Cuba que Fidelito atentó contra su vida. Llama poderosamente la atención la
profusión de detalles en un medio que se caracteriza por la parquedad: “venía
siendo atendido por un grupo de médicos desde hace varios meses con motivo de
un estado depresivo profundo”.
En
una de sus canciones, Carlos Varela hace una analogía entre una leyenda del
siglo XV y la revolución cubana: “Guillermo Tell no comprendió a su hijo/ que
un día se aburrió de la manzana en la cabeza”, dice el trovador. El primogénito
del dictador cubano también parece haberse cansado del peso que llevaba sobre
su cabeza.
Y
como su padre ya no es quien tiene la ballesta, acabó por quitárselo él mismo.
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